martes, 17 de marzo de 2015

ENSAYOS MUSICALES: Somos tan técnicos/as: sobre el arte de escribir canciones





"Turing believes machines think,
Turing lies with men,

Therefore machines do not think".

Alan Turing


            La mitología pop cuenta que el encuentro temprano entre los Beatles y Bob Dylan tuvo un significado paradigmático en el trabajo a posteriori de ambas partes (consideremos por ahora, en los Beatles, tan sólo a John Lennon). Antes de este encuentro, es decir, en todos los discos previos al lanzamiento del álbum “Rubber Soul” (en cuanto a los Beatles se refiere pues Bob Dylan siempre será un tema aparte) , las canciones hablaban sobre el atractivo de mantener un secreto (“hice el amor contigo”), sobre la tristeza del amor, sobre los celos de amor, sobre la misoginia del amor, etc. (ya como solista, el año 78, McCartney lanzaría su manifiesta opinión al respecto con la canción “Silly love songs”, entiéndase entonces porque me mantengo con Lennon). No desearía que haya algún equívoco al respecto pues no tengo nada en contra de las canciones de amor.  Tomemos ese puñado de canciones de los primeros años de los Beatles. Ahora, hagamos un gran salto hasta hoy. Tomemos un ejemplo, tal vez grotesco, de lo que se escucha en los ríos musicales más navegados, en las corrientes principales, aguas infestadas de pirañas:


            X: ¿Cómo se llama, bonita, mi casa? ¡Shakira, Shakira!

          Shakira: ¡Oh baby! Cuando hablas así haces que una mujer se vuelva loca. Entonces sé sabio y continúa leyendo los sonidos de mi cuerpo. Estoy excitada esta noche y sabes que mis caderas no mienten… (etc, etc.)


            Lo grotesco del ejemplo es de por sí elocuente. Sin embargo, ¿acaso, a nivel de la composición de la letra, hay demasiada diferencia con los vuelos más sutiles de los primeros años de los Beatles? Me dirijo a la siguiente constatación: en cuanto al género del pop y rock se trata (y todos los derivados que van desde el folk hasta el reggae) existe, sin excepción, en todos nosotros una suerte de condescendencia ante la calidad de la parte textual o, si se quiere, cantada de una canción.  Se trata, obviamente, en primer lugar, de un aprendizaje musical en el cual todos aceptamos la soberanía de la calidad melódica por sobre la de la composición de la letra. Casi podría decirse que musicalmente aún se mantiene aquella regla de las jerarquías en la composición, tan bien expuesta por Auerbach en su gran libro sobre la mímesis, que en literatura de ficción ya fue superada desde la aparición de la novela: los temas bajos deberán ser compuestos en un estilo bajo y viceversa. La canción, entonces, hoy considerada como la expresión musical por excelencia (pues no es la única) estaría considerada, de ese modo,  como una forma baja, ordinaria, vulgar, baladí, etc. Al menos sucede así en lo que se ha llamado, para bien o para mal, el ‘mainstream’ musical. Por el momento no viene al caso reflexionar sobre las causas de esta situación ni menos entrar en el campo de la doxa, mi propio juicio al respecto,  y sentenciar este estado de cosas que no necesariamente es algo malo ni perjudicial para el estado de la música hoy. Simplemente es.


            Luego, tampoco es que la situación que he descrito en los párrafos anteriores sea algo definitivo e insuperable. Por supuesto que el mundo y la realidad siempre será algo mucho más complejo de lo que siquiera somos capaces de decir. Pero aun así, humildemente y a riesgo de fracasar en el intento de serlo, nombraré algunos compositores de lengua española. Y porque siempre tuve la tendencia, aún en silencio en mis propios pensamientos, de adelantarme ante posibles e imaginarias objeciones. Tenemos, muy cerca de donde escribo, a los vuelos cuasi poéticos que Spinetta nos dejó, casi todos fallidos y que morirían huérfanos si se los despojara de su anverso paternal musical. Luego, haciendo un gran salto sobre el océano, también tenemos las amaneradas metáforas de Joaquín Sabina que tienen la gran excusa de ser la sombra de una infinita tradición en poesía (al contrario de los ejercicios de estilo de Ricardo Arjona). Bob Dylan hizo todo lo que hizo aprendiendo del folk más profundo de los Estados Unidos. En un discurso reciente él mismo describe su modo de escribir como una asimilación por exhaustividad de haber sido un intérprete compulsivo de temas del folklore norteamericano. He citado a estos tres intérpretes y compositores por un denominador común: los tres tuvieron también su educación sentimental/musical en la lectura compulsiva de poetas ya ahora canonizados por la tradición (Artaud, Rimbaud, Cesar Vallejo, Dylan Thomas, Ezra Pound, T.S. Elliot, etc.) Tanto en el caso de Sabina como en el de Bob Dylan, ambos habrían deseado ser, inicialmente, poetas pero, ambos lo dicen de manera explícita, tuvieron a tiempo la conciencia (y con fortuna nuestra) de que les iba mejor con las canciones. Casos parecidos en cuanto al deseo de ser novelistas: Leonard Cohen (que efectivamente habría ya publicado tanto en poesía como en novela antes de lanzarse como música) y Lou Reed (cuyas canciones son casi en todos los casos enfáticamente prosaicas). En cuanto a este pequeño puñado de músicos, por ya ser músicos bien vilipendiados por una porción y adorados por otra,  quisiera limitarme tan sólo en mencionarlos.


            La cuestión de la canción es pues, un asunto que me intriga y me fascina. Ahora, en estas dos últimas décadas, puedo quedarme contento por la admiración con la que ciertos músicos, aún en formación y constante metamorfosis, han logrado, si no quebrar el estancado estado de la canción pop/rock (por dar una clasificación general). Mencionaré muy rápidamente algunos: Michael Gira, Stephen Merritt, Nacho Vegas, Jarvis Cocker, Jenny Hval, Nick Cave, Álvaro Henríquez, por mencionar los que se me vienen en la mente. Dos aclaraciones: a) tengo muy claro que el género de la canción constituye en sí un universo y no procuro compararlo de ningún modo con aquel habitado y constituido por la poesía escrita; b) hablando musicalmente, todos los músicos mencionados hasta ahora tienen entre sí alguna relación mínima y, en muchos casos, ninguna: el único rasgo que me permite encajonarlos en una categoría es la de ser compositores de canciones. 


            Ahora bien, no hay nada más gratificante, al menos en lo que va de mi experiencia, de mi educación sentimental en la música, al encontrarse con algo absolutamente nuevo, algo que te cae, algo que te provoca una caída en el amor. Describiré este asombro, esta pequeña felicidad producida por y en la música en dos tiempos. 


            Primero. Llegar a Stephen Merritt. A pesar de que, cinematográficamente hablando, mi interés suele inclinarse más bien por las narrativas ficcionales, tengo un afecto muy enfático por los documentas sobre música. A través de esta vía conocí a Stephen Merrit aka The Magnetic Fields. Por estar en el momento preciso en el lugar adecuado, por lo que sea en fin no importa, me llegó. Sobre todo, pues es su obra magna, lo primero que escuché fueron sus 69 canciones de amor. El álbum “69 Love Songs”, volviendo a mi introducción más bien poco elogiosa sobre las canciones de amor, puede y será considerado como una obra maestra, no solamente en cuanto a música pop se trata, sino en la larga tradición de obras sobre el amor que tiene su inicio en el Cantar de los Cantares, luego siglos después hay que mencionar al Cancionero de Petrarca y cuyo largo linaje puede incluir hoy en día, sin duda alguna, a los Fragmentos del discurso amoroso de Roland Barthes. Sobre todo haciendo un paralelismo con la intención de Barthes, las 69 canciones de amor de Stephen Merritt recorren exhaustivamente un sinfín de tópicos de la larga tradición de la literatura amorosa y, sobre todo, de la canción de amor, todas ellas creadas bajo aquella forma más bien artesanal con la que Flaubert quería rebajar a la escritura al nivel de un trabajo, al igual que un carpintero o un albañil. En cierta entrevista, Merritt cuenta que su intención inicial habría sido la de grabar 100 canciones. Y, día a día, con su hermetismo y rictus misántropo habitual, él se habría sentado en un agradable café gay hasta terminar las 69 canciones en aproximadamente cuatro meses (o tal vez tres). Más allá de hablar de canciones ‘inteligentes’ cabe hablar del ‘ingenio’ de Merritt que, más allá del valor que cada una de esas canciones tiene en sí, separadas una de las otras, logró llevar el género de la canción a un nivel alto, a un trabajo fuerte similar al de la composición agotadora de una sinfonía. No hay duda que la idea de ‘álbumes conceptuales’ merodea en el ambiente musical desde hace algunas decenas de años. Sin embargo, el trabajo prometeico de Merritt tiene un valor que va más allá de esta noción. Se podría decir que el trabajo de composición de letras de Merritt es un trabajo más bien de escritura clínica alrededor de un mismo tema, de un exhaustivo catálogo de situaciones amorosas expresadas por la canción (similar a los “fragmentos” de Barthes a través de la palabra escrita). 


            Segundo. The Magnetic Fields es una banda que, en la jerga común, puede ser considerada de culto. Es decir, adorada por una pequeña porción, un río intenso, una corriente feroz por la que pocos desean navegar. El año 2001, una banda mayormente desconocida fuera de su pequeño círculo de seguidores de culto (probablemente), interpreta un cover de Stephen Merritt en su disco “Eres PC/ Eres Mac”. Se trata del dúo intitulado como Hidrogenesse. Exactamente once años después, Hidrogenesse lanza al mundo algo difícil de describir. Ya aclararé porque. Se trata de un conjunto de canciones que, al igual que el disco de Merritt, está concebido alrededor de un eje temático: Alan Turing (el 2012 habría sido el centenario de su nacimiento; este año, 2015, se acaba de estrenar una biopic sobre este asombroso personaje cuyo nombre no carga demasiado ingenio: Enigma). Sin embargo, aquello que separa este proyecto de aquel de Merritt, sin desmerecerlo, es el trabajo no sólo de composición sino de investigación, de contextualización en todo sentido, de preparación para el momento de la escritura de cada canción que compone a este así nominado recital que lleva el título de “Un dígito binario dudoso”. Me puedo ahorrar, y debo hacerlo, demasiadas palabras para describir este proyecto pues ya la misma banda tiene un breve informe de cada canción en su página web (http://www.austrohungaro.com/hidrogenesse/turing/). Michel Onfray, filósofo contemporáneo, altamente controvertido y mediático hoy en día, reclama un arte en el que no se llevé el esfuerzo (aquella dificultad convocada por Lezama Lima como fuente de todo gozo) a un nivel de un hermetismo imposible. La gran falta, según Onfray, del arte contemporáneo es la de llevar los significados de las obras a un nivel de abstracción e ininteligibilidad más cercana a la oscuridad de los fondos de una mina tal que el espectador o lector o el oyente no pueda más que expresar una suerte de asombro producido por lo que no se entiende. Hoy en día la expresión común de “arte que te hace pensar” se ha hecho parte del habla de todos los días. Onfray reclama justamente lo que el ingenio del dúo Hidrogenesse ha logrado hacer: componer una obra bella que esté acompañada por una breve introducción por parte del autor, una suerte de mapa que ayude al oyente, en este caso, a navegar por la obra sin perderse todos sus detalles, facilitando así el disfrute sin que necesariamente se entregué la obra ya masticada y casi digerida. La experiencia de escuchar el proyecto de Hidrogenesse, junto a los informes de cada canción, es semejante a la cata de vinos en la que uno es llevado (tal vez inducido, no importa) a sentir en detalle cada sensación producida por el consumo de las diferentes cepas de vinos producidas por diferentes contextos (lugar, tiempo, conservación, etc.). Y como un añadido al gusto de los más exigentes gourmands musicales (no hay nada más horrendo que el epíteto de “melómano”), el dúo Hidrogenesse ofrece en sus dichos y dichosos informes breves detalles acerca del aspecto técnico del proceso musical en breves videos. 


            Después del asombro y felicidad del descubrimiento uno tiene que volver a la realidad, al mundo, a lo que sea. No se puede exigir nada a nadie, sobre todo si se sabe que el ingenio es algo  tan raro hoy y siempre. Las canciones fáciles, de letras sencillas y repetidas seguirán infestando, con felicidad no lo niego, nuestro contexto, nuestro diario transcurrir, en las calles, en los transportes públicos, en las tiendas de repuestos automotrices, en las salas de nuestras propias casas y en las ondas que se transmiten a través de nuestros audífonos. E intentamos ser felices con ello. Biológicamente, el cuerpo humano tiende al equilibrio y las emociones sumamente intensas, llevadas a una duración larga y a una exposición que lleve al paroxismo del cuerpo no pueden más que llevarnos al colapso, sino al entumecimiento total de nuestra capacidad de disfrutar algo, lo que sea.  Y así transcurrirá siempre nuestro mundo, nuestra realidad y nuestra pequeña felicidad.





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